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Revista Arte Cubano
Stories (ES)

Jorge Mata

Países privados y paisajes públicos

Por Iván de la Nuez

El arte de Jorge Mata. Proviene, como él mismo, de su experiencia cubana, pero se ha visto obligado a crecer en un paisaje personal, en medio de una crisis cultural de gran envergadura. El arte de Mata, entonces, describe, todo un recorrido sintomático de nuestros tiempos posteriores a la caída del Muro de Berlín, pero también de su vida en una ciudad mediterránea como Barcelona. Ese tránsito dibuja el plano por el que se desplazan sus obras actuales. Ese tránsito que va de un país comunista a una condición poscomunista, de una nación a la condición postnacional que asume Cuba en la era de la globalización, desde las formas ideológicas de los segundos ochentas cubanos hasta modos antropológicos en los que se desborda la experiencia del artista.

Jorge Mata representa dentro del arte contemporáneo a aquellos sujetos que, formados en una realidad, en este caso la realidad cubana, se ven obligados a abandonarla y crear sus piezas en otros paisajes. Individuos que transitan del país publico al paisaje privado, dentro de una poética múltiple, transcultural y heterodoxo, pero con la continuidad de una línea tenue, pero persistente, que mantiene la fijeza de la propia experiencia. Son las obsesiones, fantasías, venturas y desventuras de un saber privado, que tiene como común denominador el hecho de habitar un paisaje ignoto y desértico en la intemperie del mundo.

Mata ha asumido el reto con denuedo, y ha sabido romper con el calorcito de un arte domestico, autorreferencial y solipsista, dibujando una elipse que va desde la isla hasta el mundo, gobernada por intemperie y por la forma posnacional que define el mundo contemporáneo y la ruptura de sus fronteras.

Para llegar a esta situación Mata, desde luego, ha navegado otros mares. Sus piezas, en Cuba, atendían a las formas en que la política atravesaba la vida cotidiana. De muchas maneras, Mata ha sido una especie de artista “somático-político” que ha asumido cualquier posibilidad del entorno a partir de su experiencia. Él ha realizado una trinidad entre política, su experiencia y el arte que ha formado parte de su formación. Así, en 1993 puede apropiarse del El Grito, de Munch para convertirlo en una disonancia de silencio, una voz inaudible pero que puede sin embargo ser percibida. Su experiencia en el exilio también ha alterado la construcción de sus piezas. Ahora, las obras de Mata son todavía “somáticas”, pero es el elemento cultural el que atraviesa la experiencia, y hay un marcado trabajo antropológico donde se adivinan los modos de operar de Ana Mendieta, Juan Francisco Elso o José Bedia. Se trata de una obra mucho más madura, que abarca un paisaje mayor, más diverso y menos acotado por “la maldita circunstancia del agua por todas partes”, que diría Virgilio Piñera en La isla en peso para definir las angustias de la insularidad. Ahora Mata puede mezclar a Elso, Mendieta o Bedia con las maneras con las que Cindy Sherman trasviste su espacio privado o los usos que hizo Tàpies de su característica cartografía.

Mata sabe que las presencias no sólo se presienten o “nos llegan” de lejos. Las presencias también se construyen, con aquello que nos rodea (miel, caracoles, barro, carbón), mientras que los trofeos mayores son los privados, que las oraciones se escuchan desde el gesto más que desde la palabra (como ya lo había conseguido en Grito), que las caligrafías arman las piezas, son estéticas en si mismas (Ave Madre) o que todo puede convertirse en mitología personal como ocurre El imperio de la costumbre.

Mata construye altares, instalaciones, elegantes dibujos o piezas escatológicas, pero por encima de todo, construye mapas. Las cartógrafas singulares e irrepetibles que saben convertir el paisaje público de la intemperie en un país privado, sin otros escudos, himnos o banderas que no sean los propios.

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Cuban Art Magazine
Stories (ES)

Lisandra Ramírez

Serie Collection

Por Lisandra Ramírez

Esta serie indaga en el imaginario histórico, utilizando para ello estereotipos que discursan sobre los problemas histórico – sociales vigentes en la contemporaneidad.

Lo visual de los trabajos me permite indagar en las diferentes formas narrativas, logrando una visualidad aparentemente ingenua que guarda disímiles cuestionamientos sobre el papel del individuo como ente social y la connotación que tienen los diferentes procesos históricos en la formación del mismo.

Alguna de las obras funcionan como videoinstalaciones, resaltando el diálogo que se establece entre el objeto escultórico y la proyección, mientras que en otras, el objeto adquiere todo el protagonismo.

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Revista Arte Cubano
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Niels Reyes

Territorio Comanche, recinto de arte

Por Madeleine Sautié Rodríguez

Como una enorme página en blanco se ofreció un espacio en la Casa de México Benito Juárez, ubicada en el centro histórico de la capital, para que el artista Niels Reyes desarrollara allí su obra audiovisual Territorio Comanche / Cabeza de Vaca.

“Es como una reminiscencia de mi infancia”, explicó a Granma Reyes, al referirse a la muestra, que estará exhibiéndose durante todo el mes de junio y en cuya convocatoria de presentación se advierten, paradójicamente ligados –justificados tal vez por las expectativas del artistas-, dos conceptos: inauguración y clausura.

La acción plástica, cuyo proceso instalativo se estuvo realizando durante quince días, y pocas horas de concluido dio paso a su apertura; consiste en un proyecto en el que su autor pretende “conseguir efectos sensoriales por medio de un proceso de impulso gestual. El Territorio Comanche es el espacio, que veo como una especie de hostilidad; Cabeza de Vaca soy yo. Trato de dar pistas, quiero que la gente reaccione, que cuando entre al espacio, salga exaltado, que no luche contra el cúmulo de sensaciones y se lleve toda esa carga. Ese es el reflejo que quiero dar”.

Para ello despliega la pintura –en el sentido más recto de la palabra- al azar de los gestos, “a lo que salga” del movimiento de las manos, es decir, sin el propósito de esbozar uno u otro rasgo, sino que ellos mismos hablen una vez concebidos y consigan sugerir.

“Estaban las pinturas. Me dio por agredir con colores y formas a ver que pasaba.” A la entrada del “territorio”, área que, incluidos el techo y el suelo, han sido invadidas por colores vivísimos, casi estridentes, al que se le proyectan luces y música, rezan unas consejas del explorador y conquistador español Alvar Núñez, Cabeza de Vaca (1490-1557), quien estuvo estrechamente ligado a la tribu amerindia comanche, uno de los tópicos que titulan la muestra. Mientras, al costado, un documental exhibe todo el proceso de trabajo llevado a cabo por el artista.

Graduado del Instituto Superior de Arte, el autor poco le importan las palabras, “nada tienen que ver con las imágenes”. Su ilimitado poder creativo ha conseguido transformar no solo un espacio en otro al llenarlo de expresión por medio de la pintura; también el espectador, seducido por la belleza del “territorio”, no es ya el que ha sido –como pretendía el creador- cuando abandona el lugar.

“Toda mi intencionalidad se queda ahí, es efímera. No me importa la durabilidad de la obra sino la de la emoción que ella guarda”.

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Pavel Acosta

Pavel Acosta ‘El ladrón’

Por Romina Ruiz-Goiriena

Pavel Acosta nació en la provincia de Camagüey y emigró a la capital caribeña para cursar estudios universitarios en el Instituto Superior de Arte en La Habana, la cuna de artistas plásticos de toda la isla. A sus 35 años de edad, su obra compuesta de esculturas, fotos y piezas en medios mixtos con toques ‘performance’ hablan de las realidades de una Cuba compleja y de un mundo al revés.

«Estoy haciendo una especie de análisis social donde intento explorar como la gente se gestiona a sí mismo», explica Acosta. Cuenta que le interesa escudriñar en las carencias de determinados grupos sociales y en «las estrategias que se adoptan más comúnmente a la hora de suplirlas, desde el viejo y expandido ejercicio de robar».

Pero, ¿a qué robo se refiere? Responde que en ocasiones, simplemente observa robos ya consumados pero en otras el artista compromete a un grupo de personas a que lo efectúe.

Por ejemplo, en la serie ‘Espacios Robados’ el artista construyó fotos narrativas en lugares en La Habana que antes de la Revolución eran utilizados para el deporte. Hoy en día, dada la carencia y el estado de bienes raíces fueron transformados en viviendas y tienen una función diferente. En la foto, estas personas escenifican un juego de béisbol y el robo se efectúa «en el imaginario colectivo y se comparte por consenso», dice Acosta.

Yo también soy un ladrón

Pavel Acosta no sólo documenta el robo pero se autodenomina como un ‘ladrón’. Para él su campo visual está definido por paisajes humanos que producen «niveles de información». Al contrario de muchos artistas, él no crea obras; él las captura por medio de un lente, un lienzo o un espectáculo. Además, todo en la obra es robado: desde la intención y hasta cuando pinta el óleo es robado. Para el artista, el acto morboso de robar habla de una realidad cotidiana.

«Aquí en Cuba la palabra luchar es la traducción de la palabra robar. Es una palabra fea por el mismo hecho de lo que representa y la gente naturalmente la sustituye. Por ejemplo, tú vas a un trabajo y te llevas una libreta y eso no es robar es luchar porque estás luchando para que la niña tenga una libreta más para la clase… en este caso estoy robándome esta información y creando algo con ella», opina Acosta.

Robo sin fronteras

Pero su trabajo no está netamente endeudado a su nacionalidad cubana. A lo largo de sus viajes por el Reino Unido, Canadá, e India también ‘roba’ porque el acto de robar refleja una inquietud universal con la penuria social.

Preocupado con el tema de la vigilancia y la privacidad grabó una cámara de seguridad en Londres. En Canadá, creó una obra ‘performance’ en las afueras del ayuntamiento donde Acosta invitaba a los visitantes que se sentaran en sillones de playa que había puesto en la fuente de agua para el venir y serviles bebidas.

Y, en Nueva Delhi hasta hurtó agua. «Las mujeres en la India caminan cientos de kilómetros en el campo, en busca de agua. Así que me pareció extraordinario robar el agua gratuita que se sirve a la población en diversos puntos de la ciudad», agrega Acosta.

Lo que si queda claro es que desde su Cuba natal hacía afuera el robo es el acto clave para engendrar su obra. «Sencillamente», sugiere Pavel Acosta que en su trabajo «el robo se despoja de las tradicionales connotaciones peyorativas para resaltar otros tipos de miseria humana».

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Revista Arte Cubano
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Eduardo Lozano

Xilografías modernas de Eduardo Lozano

Antonio Eligio (Tonel)

En su itinerario, ya no tan breve, tocado por esa poca altisonancia de lo que marcha un tanto sumergido, la obra de Eduardo Lozano reverencia una noción del arte que me atrevería a calificar de moderna. Lo anoto sin ánimo  retrógrado; sin intención de colocar a este artista en la posición difícil del epígono que se aferra a los ecos de escuelas y momentos idos. No se trata de que imaginemos a Lozano en el Bateau Lavoir, codo a codo con Picasso, Fernande Olivier y Juan González, embadurnando telas, apurando ajenjos y desechando colillas, de Mis Blanche, el famosos cigarrillo egipcio. Lozano pinta en Lawton, y La Habana de hoy ¿Tendrá algo que permita confundirla con el Paris de 1904. La entrega enfebrecida al arte a un tipo de arte: la pintura; la confianza irreductible en un empeño: hacer la obra, son datos que conducen  a sugerir una empatía, una cierta comunión de espíritus, entre el pintor de Lawton y aquellos que hace un siglo fundaban en Monmartre, la saga del arte moderno.

Esa entrega, como acto de fe hacia la tarea creativa, en esta época en que tanto se habla de cinismo y de cínicos en el arte cubano, me lleva a recordar a Jorge Mañach su afirmación de que el “cinismo literario (y por extensión, el artístico) no es mas que pose y engaño”. Decía también el gran intelectual de Sagua la Grande: “el verdadero y riguroso cinismo (…) es la sinceridad llevada a la exageración”. Lozano, artista prolijo y persistente, estaría entonces entre los verdaderos, admirables cínicos: él ha sido sincero, tal vez con exageración, en su compromiso con la pintura. Su persistencia, algo desmesurada, ocurre a contrapelo de una que otra ingratitud, y no sólo de la predecible ingratitud de la pintura.

Para confirmar esa trayectoria de compromiso irrevocable, que se me antoja “modernista”, el artista se presenta hoy con una variante que en su tiempo sirvió de mucho a las carreras de los grandes vanguardistas: la obra gráfica. De una pintura estentórea, chirriante, a veces ácida, Lozano pasa a estas xilografías, también un poco ácidas, aún si se cubren con el vestuario suave de la nota costumbrista.

En sus grabados, tanto como en sus pinturas, Lozano apela al ademán expresionista, una convención que lo separa del costumbrismo apacible y descriptivo. Con frecuencia su dibujo es una línea lograda por incisión, línea blanca que hace aparecer estas escenas cual avatares nocturnos, súbitamente iluminados. Es como si toda esta obra estuviese afirmada en una cierta idea de lo oscuro, de lo que resulta en algo impenetrable. A ello se une la sugerencia de espacios desolados; entornos donde lo arquitectónico se retrae al máximo, se omite.

Son grabados que comportan una tristeza discreta, un aire como de lamento por aquello que siendo típico, puede ser también patético, y que además adivinamos como muy perecedero. Este es el caso de estampas que retratan tradiciones perdurables como La Lavandera, El piropo o El granizado, y también de otras en las cuales se ilustran costumbres mas actuales portadoras de una aflicción profunda (Al Ataque). El conjunto en su totalidad, incluso en aquellas obras de inspiración religiosa, va dominado por ese “entusiasmo romántico y paliducho que uno siempre lleva dentro”.

Lozano, que en sus pinturas anteriores llegó con frecuencia al borde de lo abstracto, da una vuelta en redondo para representar a los cubanos y las cubanas de la calle, a quienes retrata en unidad indivisible con su Santa Patrona, y con la Vía Crusis. Es otro esfuerzo del artista, sincero en el arte como en la vida, por compartir su impresión del mundo, según se ve desde Lawton. Estas obras no reclaman alabanza, no procuran admiración: la sensibilidad que las inspira, agradecida en su melancolía, solo requiere en pago gratitud.

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Osvaldo González Aguiar

Temas aislados

Por Andréz Isaac Santana

Existe un criterio extendido –un tanto apasionado- entre cierto sector de la crítica cubana más joven propenso a defender la idea de que la nueva generación de artistas emergentes dentro de la isla se complace con el espaldarazo radical a toda una tradición de carácter emancipador y de tintes sociológicos con la que siempre se identificó el arte cubano de las últimas décadas. Si bien algunas tesis manejadas por los autores (algunos bastante jóvenes, apenas egresados universitarios) no deja de advertir en la vastedad argumental su propia eficacia discursiva; bien creo que, por otra parte, el extremo de esa negación/afirmación se hace un tanto peligrosa y fronteriza una vez que ignora la propia ontología del campo del arte y sus mecanismos (sofisticados y cínicos) que intervienen en la elaboración de los juicios de valor respecto de una práctica concreta. Toda negación, y esto es un lugar común para el pensamiento avisado y ávido de respuestas, supone siempre un tipo de afirmación. Toda postura reactiva engendra, de facto, y como consecuencia de la primera, su propia lógica discursiva que resulta de ese afán de negar unos ordenes que a fin de cuenta terminan por establecer otros no muy diferentes de los anteriores y que -por supuesto- hallan su correlato en el perímetro de lo social, ya sea por la necesidad de establecer una voz, que no La Voz, o para negar su hegemonía, justo de esa que se escribe con mayúsculas.

Cierto es, y no merece la pena una digresión retórica sin mayor sentido deseosa de convencer de lo contrario, que el documentalismo antropológico-etnográfico y la obsesión por la dimensión estético-cultural de la tropología como fin en sí mismo (y no como un medio para) que tanto preocupó a toda una generación de artistas cubanos, ha cedido territorio a una postura un tanto más hedonista que se jacta en el placer y regodeo puramente estético del lenguaje del arte. Sin embargo, considerar esta posición como un estado de anemia en un primer momento o, peor aún, como un hallazgo superior que denota mayor coherencia en el enunciado de las obras y que desvincula la práctica del arte de sus responsabilidades sociales, resulta un tanto pueril dado que habría que pensar hasta qué punto los signos pictóricos (en su mismidad) o aquellos recorridos enfáticos por el umbral de sus propios límites y de su misma ontología en tanto lenguaje, no supone la mayor de les veces un desvío retórico con claras implicaciones para la comprensión del medio mismo y de las circunstancias socioculturales que estimulan ese citado desvío.

Observando la obra de artistas como Osvaldo González Aguiar, El Pollo, (Michel Pérez) comprendo que el arte, el lenguaje del arte y en particular el de la pintura con todas sus derivaciones y desvíos semióticos, rara vez puede ser entendido tan sólo por su estrecha capacidad de significación, sino que, muy por el contrario, ha de tenerse en cuenta su realización o sucesivas realizaciones que le convierten en un complejo dispositivo de comunicación que llega incluso a interrogar la propia noción de arte y sus límites. Creo que es justo en ese preciso lugar, en ese sitio donde la interrogación analítica y el placer copulan, donde la propuesta del joven artista Osvaldo González, alcanza un interés mayor que supera con creces el simple hecho de considerarle un pintor que disiente del peso del legado o que evade la responsabilidad semiótica de la pintura, toda vez que partimos del hecho de que este, el lenguaje pictórico, es una sucesión infinita de signos susceptibles de interpretación en el marco expandido de una ardua exégesis crítica y epistemológica.

El trabajo de Osvaldo es un ejercicio de visceral respecto del medio, una erótica compulsiva que realiza el hallazgo de su objeto díscolo en el contexto amplificado de la materia pictórica. El collage cubista, el montaje dadaísta o cierto impulso del expresionismo abstracto, por ejemplo, son tres de los recursos que sin ser advertidos a la primera, se subsumen en el trazado dramatúrgico de una gestualidad que en modo alguno abandona los principios de un racionalismo casi cartesiano en la manera de concebir cada pieza suya. Por ello, las señas más características de su trabajo se localizan en la combinación, canibalismo, vasallaje y promiscuidad respecto de experiencia cultural de acento posmoderno donde figuración/abstracción y representación y crisis de esa misma representación, son convertidos en una especia de marca de estilo. Osvaldo articula poética en el modo de hacer y de enfrentar el hecho pictórico. Su prodigalidad le granjea el arribo a ciertos estados ambivalentes del disfrute en los que todo goce arrastra consigo –con el mismo grado de intensidad- cierta cuota de angustia, que se hace evidente por medio de ese deseo de alcanzar la obra acabada, el marco perfecto, la composición sustraída de toda sospecha.

La arquitectura interna de sus especulaciones pictóricas testimonian, como ocurre con otros tantos hacedores de su generación, una narrativa casi textual en la que se solapan y diluyen infinitas citas a la historia del arte y a la propia historia de la pintura, siempre o muchas veces, precedidas o acompañadas por una experiencia personal o un estado emocional del fruir de la subjetividad que le impulsa hacia esas fuentes orquestadas en la textura de un lenguaje propio. Me comentaba Osvaldo su proceso de selección y discriminación de motivos y elementos a la hora de concebir una obra y ello me hizo pensar sobre el peso de la retórica y la mitificación que rodea la propia ejecución de la pintura como un lenguaje que en apariencia se mueve en unos órdenes estáticos y bidimensionales. Creo, no sé si él sea consciente de ello en su totalidad, que Osvaldo activa el poder sugestión del plano pictórico y le confiere a este una profundidad y espacialidad que permiten la liberación del medio ensanchando las posibilidades interpretativas y de aproximación crítica a su pintura. Ese equilibrio riesgoso que pendula entre los impulsos de la improvisación y el ímpetu racional del que él hace alarde, favorecen el tránsito hacia una prefiguración pictórica que se debate entre la pertinencia de los enunciados conceptuales y el estímulo visual como placer y meta del hecho pictórico. Hay en esta pintura una pulsión y vehemencia que le colocan fuera de escena, al menos fuera de una escena reaccionaria y reduccionista que reduce al arte cubano a unos códigos estéticos o retóricos asfixiados en su propia lógica. De ahí que noto cierta ironía, acaso una manare de protestar, una estrategia de saltar una maldita circunstancia de obscenidad donde la ironía y la parodia parecen haber agotado la rentabilidad y eficacia de sus armas.

Por ello, creo que el análisis posterior de la crítica que acompañará en el tiempo a esta hornada de nuevos creadores ha de plantearse otra pregunta muy distinta a la de si es continuidad o ruptura lo que mantiene este hacer respecto de su legado. Creo que la pregunta, que no voy a esbozar aquí y ahora, terminará por interrogar esa propia noción tan reduccionista como retórica ambigua de arte cubano.

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Michel Pérez Pollo

Si te dicen que te quiero. (Eso no lo dije yo)

Por Andrés Isaac Santana

Resulta ya un lugar común advertir del interés que ha revestido para la producción estética contemporánea el universo infantil y sus elementos o símbolos más característicos. De este interés por los trayectos del imaginario infantil, deviene un cuerpo mayúsculo de obras que permitirían trazar una fecunda y profusa cartografía de actuación capaz de informar acerca de la presencia de lo infantil en el arte contemporáneo. Basándose en esa idea, se han sucedido infinidad de proyectos que buscan documentar la presencia del niño en el arte en cuanto tema susceptible a múltiples variantes interpretativas y de representación, ignorando muchas veces una tendencia acaso más atractiva que es la que se ocupa de revelar, no la presencia en sí, sino el uso de ese imaginario y su carácter paródico en el estructura misma de las obras, es decir, su potencial discursivo, sus derivaciones conceptuales y sus implicaciones culturales.

En este sentido podríamos plantear entonces un grupo de preguntas en calidad de premisas o punto de partida, a las que estas piezas y sus nexos con el discurso de la cultura, intentarían responder. ¿Quiénes son, verdaderamente, los adultos? ¿En qué modelos se asienta su ideología? ¿Cuáles son sus credos, sus más caros anhelos, sus sistemas axiológicos al uso? ¿Lo adulto es consecuencia avanzada de la niñez o, por el contrario, es deudora  permanente de la primera, subsidiaria de ella? ¿Acaso se trata de un modelo del comportamiento social que basa su escritura en la colonización de la libre subjetividad y en el endeudamiento feroz de la razón? ¿Es el antagonismo a la ingenuidad y la plusvalía de los paradigmas de racionalidad más rectos, los vectores u horizontes de cumplimiento en los que satisfacer ese rancio esquema del deber ser por sobre la vehemencia del ser mismo? ¿Qué hace segregar, en un acto de exclusión siniestro, esa cualidad avasalladora del polimorfo perverso respecto del principio de realidad endogámico que justifica la actuación de los llamados adultos?

A tenor de estas digresiones interrogativas he de advertir que muchas de las piezas de Michel Pérez Pollo, sustentan en su horizonte enfático un cuerpo de ideas cuyas dimensiones no se resisten ni se agotan en los procesos de re-semantización estética del universo infantil y sus atributos más externos, sino que amplifica sus relatos y su plataforma axiológica en los escenarios de una crítica ¿revisionista? de cierta perspectiva adulta, demasiado aferrada a los preceptos de un racionalismo extremo que se escuda en la claudicación deshonesta de los afectos. Muchas de sus obras enmascaran la acidez de sus planteamientos en medio de una nobleza cromática que se convierte en trampa para la recepción más mediocre. Esa que celebra el color como sinónimo de alegría o rinde culto a lo abyecto como asidero de transgresión. Nada hay de ingenuo en estas piezas. Por el contrario, abunda la insinuación pervertida, el grito sordo, la ansiedad sin límite, el desespero ante algo que un día se nos propuso como modelo y que hoy resulta el ataúd de toda libertad posible. Las obras son convertidas en textos, en narraciones que se tejen entre la ilusión de libertad y el principio de una realidad que se levanta como un muro, que se hace bofetada de la conciencia, escarnio del decoro, mueca de la sonrisa plena.

En virtud de estas conjeturas puede entonces que el interés mayor de estas obras no resida en ellas mismas, sino en el modo cómo éstas se relacionan e interrogan el sistema cultural que les circunda y que sirve de escenario a su proliferación de encadenadas alegorías. Se trata, por tanto, de imágenes (no importan demasiado el orden morfológico de las mismas), que logran penetrar en el inconsciente colectivo con gran profundidad al tiempo mismo que con gran simpleza narrativa. Puede que en algunos casos estas imágenes nos planteen una vuelta al pasado, asociada a cierta actitud lúdica muy propia entre los niños; sin embargo no es esa mirada retrospectiva (real o ficticia) lo que más importa en el caso de una obra como la que aquí se observa. Lo verdaderamente interesante es el modo cómo esos enunciados apuntan al orden e ideología orquestada por el mundo adulto, consiguiendo (des)esquematizar y (des)jerarquizar los sistemas ortodoxos de la razón y del comportamiento socialmente aceptado dentro de los esquemas operantes.

Creo que es ahí, y no donde algunos pretenden advertirlo, donde radica su destreza como artista, ya no como pintor, en la medida en que es capaz de disponer de un discurso en apariencia ingenuo para relatar el drama de una cultura y de una condición política que halla en la inmadurez de las formas su peregrinación más absurda. Acaso resulta accidental el hecho de que los sistemas autoritarios engendren la esclerosis de su propia ideología como resultado de su deterioro existencial. En modo alguno ello resulta un accidente del sistema mismo, sino una consecuencia sociológica que halla en el terreno de la especulación artística su contraparte y en el de la infancia su más anhelada caricatura.

Ello explica, en parte, es sensibilidad de la que participa la obra de el Pollo cuando sus divagaciones morfológicas y especulaciones con la paleta no desatienden jamás las repercusiones éticas, sociológicas y propiamente estéticas que resultan de su diálogo con los perfiles culturales más inmediatos. Su trayecto de polimorfo perverso queda como huella de un momento dentro del arte cubano que ya no agota sus recursos en la fragua el martirio o la contestación brabucona, sino en el deseo de hacer el arte mismo.

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