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Cuban Art Magazine
Stories (ES)

Carlos Quintana

Diario de alucinaciones: escarbar en la realidad y hurgar entre fantasmas

Por Suset Sánchez

…alguien me saca de mi sueño. Medio dormido todavía veo parado frente a mí a un hombre que, como yo, también está desnudo. Me mira con ojos feroces. Veo en su mirada que me tiene por enemigo mortal. Pero esto no es lo que me causa mayor sorpresa, sino la búsqueda febril que el hombre acaba de emprender en espacio tan reducido. ¿Es que se dejó algo olvidado?

-¿Ha perdido algo? –le pregunto.

…-Busco un arma con que matarte.

-¿Matarme…? –la voz se me hiela en la garganta.

-Sí, me gustaría matarte. He entrado aquí por casualidad. Pero ya ves, no tengo un arma.

-Con las manos –le digo a pesar de mí, y miro con terror sus manos de hierro.

-No puedo matarte sino con un arma.

-Ya ves que no hay ninguna en esta celda.

-Salvas la vida –me dice con una risita protectora.

-Y también el sueño –le contesto.

Y empiezo a roncar plácidamente.

Virgilio Piñera. Una desnudez salvadora

Como los personajes de Virgilio Piñera, las obras de Carlos Quintana portan ese signo ambiguo que constituye el absurdo, la apariencia extrema de una narración basada en la descripción de las pasiones humanas. Su pintura se consuma en el acto de desvelar, una y otra vez, lo que esconde la subjetividad de alguien que experimenta perennemente el ansia incontenible de vivir el furor exaltado de su propia pasión. Justamente ese empaque visceral de las obras del artista, nos sitúa ante la duda sobre los límites, las fronteras donde termina la crónica de la realidad y comienza el territorio de lo onírico, ¿acaso diferentes?

Carlos Quintana suele construir imágenes de un tipo que pudiéramos denominar “incómodo”, visiones de una descarnada resistencia que no admite –y así lo declaran a gritos sus lienzos- convenciones y formalismos impuestos por la histórica coerción cultural. Sus obras transpiran ese rango de obscenidad que se halla en la transparencia de un discurso que ha dinamitado los márgenes que separaban al «hombre público» del «hombre privado». Él hace de lo supuestamente censurable, por pertenecer al espacio recóndito de la voluntad individual que no ha pactado con una dinámica democrática, un canto de sinceridad poética.

Obviamente, se trata de una obra que emerge del laberinto complejo de una autobiografía. Pero más allá de crear un relato grandilocuente sobre el sujeto, las imágenes de Quintana nos guían a los parajes de la deconstrucción de un imaginario. Sus composiciones existen a través del fragmento de motivos que pudieran provenir lo mismo de una conciencia popular colectiva, de la oralidad criolla, de los registros canónicos de la cultura occidental, del pensamiento oriental, de los anhelos persistentes, de las pulsiones sexuales…

En todo caso, a través de veladuras y empastes, en sus piezas deambulan los retratos de sus obsesiones, las visitaciones de los muertos que acompañan los rituales en la Regla de Ocha, un listado de ancestros que, cual árbol genealógico, son clasificados y muestran su estirpe guerrera en cazuelitas multiplicadas. Tal vez, es que en su pintura fija Carlos Quintana la memoria que se le quiere escapar, o realiza un exvoto para mejorar el diario bregar; con ello, él rememora y hace recordar. Las suyas son anécdotas mínimas que se confunden en la madeja de los grandes relatos de la Historia: una carabela surca sus telas para que no olvidemos cuándo comenzó la epopeya de las miradas diferentes.

A veces topamos con personajes solitarios, empecinadamente abstraídos, como sacados de un mundo fantasmagórico, provenientes de los sueños del autor. Entre trazos expresionistas y un poco de bad painting, se reconstruye la anatomía anárquica y deforme de espectros apenas esbozados, cuyas siluetas parecen flotar en el vacío. Ellos habitan el cuadro ajenos a todo, a la mirada impertinente y curiosa, extasiada y confundida del espectador. Residen en un espacio etéreo como ánimas que levitan, insomnes presencias que aún cuando ya no estemos frente a la obra, nos acompañarán varias horas encarnando la sombra de un enigma.

En muchas ocasiones, las composiciones devienen una representación psicodélica. Se agolpan y amontonan figuras, textos, vestigios de paisajes, un palimpsesto de imágenes que parece mostrar las bifurcaciones de un viaje más allá de la conciencia del individuo, hacia los terrenos vedados a los no iniciados en los misterios de una fe, de un credo. Como en un ajiaco reverberante, en esas pinturas se asoman cuerpos, rostros, máscaras, las huellas utópicas de un espacio arquitectónico relacionado con la obra del artista. Quintana dibuja, mancha, borra, el gesto remeda las disposiciones del pensamiento. A través de las figuras que salen de su mano, el creador exorciza el tiempo. Para él se han desmoronado las sintaxis de categorías como pasado, presente y futuro, pues al final existe la obra como espacio perenne en el que entra y sale, en el que sufre y goza, en el que yace, muere y resucita sin preámbulos ni rituales. Su obra es el alter ego envidiado, que se atreve a dialogar con lo institucionalmente prohibido por el habitus colectivo, que se regodea en la transparencia intrusa, moralmente inadecuada, siempre retadora, totalmente exhibicionista.

Sin embargo, pese a la bofetada descarada que recibe el espectador, resulta innegable la belleza de ese performance de crudeza y sinceridad, el lirismo sin pretensiones edulcorantes del carnaval de apariciones que se festeja en las obras de Carlos Quintana. Tal es así, que muchos podríamos descubrirnos en un intento de travestismo frente a los personajes de los lienzos de este artista. Porque ellos son atrevidos, incorrectos, deliciosamente pornográficos en su ostentación de un cuerpo originario que ha extraviado incluso el signo de la sexualidad como norma sociológica. Precisamente, quizás radique en ello el hecho de que resulte difícil observar en los personajes de Carlos Quintana el retrato tomado de la “realidad”. Rostros, actitudes, escenas y relaciones en la composición, parecen convertirse en las máximas de algunas fábulas antiguas referentes al sentido de lo humano, donde el hombre se interroga sin que lleguen las respuestas, donde los destinos no se han fijado puesto que se ha reconocido la existencia como tránsito.

Junto a las imágenes, bien elocuentes son las palabras en la obra de este artista. Los textos allí tienen el don de ser una clave potenciada de resistencia y subversión. Frases como “mira, estoy metiendo la mano en la candela”, o “esta es la patica por la que voy a empezar a comerte toda, amiga mía”, en su pletórica sencillez, exteriorizan el regodeo desacralizador de Carlos Quintana, el rebajamiento de una norma culterana constreñida cuando de expresar con libertad se trata. Humor y sentido lúdico sitúan a este creador ante las prerrogativas del lenguaje y la narración, haciendo de sus lienzos un reproductor de sonidos que provienen de la improvisación coloquial y la espontaneidad de la jerga en el contexto social.

Lo más interesante reside entonces en la pérdida de cualquier atadura axiológica, pues las acciones, intenciones o gestos recopilados, tanto de manera retadora como natural, son el simple testimonio de una transgresión sin pretensiones que nada tiene que ver con reivindicaciones o actos de inmolación utópicos. Incluso la capacidad dialógica con la que los textos convocan al otro –pudiera ser o no un espectador-, advirtiendo, contando, invitando, llamando la atención, en un sentido intimista, a voz queda, resumen una complicidad que nos hace partícipes de la sabiduría de alguien que sabe que estamos predestinados a interesarnos en ese diálogo. Y es que al coquetear con zonas de un imaginario sobre lo vetado, lo privado, lo oculto, lo que todos pensamos y pocos decimos, Carlos Quintana parece intuir ese poder que tienen sus lienzos sobre la mirada del otro al legitimar un canon de lo informal como signo de una comunicación realmente democrática.

Un alarido de dolor, un jadeo de placer, las huellas lacerantes de la memoria agónica de cualquier existencia -por humana, imperfectamente bella. El susurro de la locura, el silbido del aire ante la evasión, las ilusiones narcotizadas. El reflejo distorsionado de lo que creemos ser o imaginamos aparentar. De esas situaciones y de algunos misterios peculiares, está hecha la topografía de un paisaje personal que conduce a las entrañas de Carlos Quintana. Sólo tal vez, quién puede saberlo…

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Alejandro Campins

Campins en el paisaje

Por Flavio Garciandía

Aunque el resultado es equívocamente aleatorio, Campins pretende despojar a su obra de ambigüedades inútiles. Su pintura se encuentra muy plantada en esa zona imposible que está entre el romanticismo de Caspar Friedrich y el cinismo juguetón de Kippemberger.

La Pintura es el centro tautológico de su obra; como debería ser… digo yo.

La espontaneidad y la inspiración desatada (¡sí, la inspiración!), son el modus operandis de este artista. Y todo se resuelve con una efectividad formal y técnica… que eriza la piel.

En sus pronunciamientos Campins es más serio que una tumba. Su obra, afortunadamente, es como una carcajada encerrada en un ataúd de terciopelo rosa.

Campins pone en marcha un exotismo al revés, que funciona, aún con esa falsa melancolía (o gracias a ella quizás), como un afilado instrumento de investigación cultural y antropológica. Pero esas angustiosas nociones de identidad, pertenencia, desasosiego, dispersión existencial, escapan por un tubo. Y al final queda este muchacho pintando solo en su soledad…muy requetebién, por cierto.

Su trabajo merece ser reconocido, al menos ahora, académicamente, en toda su excelencia.
De las molestias del mercado, la crítica tonta y desinformada, los curadores prepotentes, nadie le podrá librar…

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Noel Morera

Delirium tremens

Por Carmen Pallarés

Las obras de Noel Morera son bravas. Desprenden una ajenidad al sometimiento que, en los tiempos que corren, resulta admirable. Noel Morera nos permite que en sus cuadros, dibujos, objetos, mueble-esculturas, grabados y montajes se instale esa educación –ese vasallaje- que tan recomendable resulta hoy día para acabar triunfando, no en el mundo del arte sino en el mundo de las galerías en general, tan temerosas desde un tiempo. Morera, con su exposición Delirium tremens, es capaz de provocar un grado considerable de embriaguez mediante el combinado de energía, libertad, deseo, riesgo, sorpresa, malestar, admiración, incomodidad y falta de represión que contienen sus obras.

Este pintor muestra, en cada obra, su voluntad de intensificación y su valor para pensar por sí mismo; cuenta desde luego, con la buena calidad de sus dibujos, de su pulso como grabador, de su dominio del color y de su capacidad escenográfica. Noel Morera se expone mucho, y en ese grado de exposición personal contagia, obliga y hasta violenta con su acritud, con su desinhibición, con su ironía, con su crítica, con su realismo sucio por otra parte tan fantástico. Lo que vemos, lo que queremos y lo que rechazamos lo percibimos inmediatamente con las velas al viento, solicitándonos con cierta impertinencia una revisión personal, mas mediante la inteligencia del instinto vital que mediante la razón, el discurso lógico o la doctrina.

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Stories (ES)

José Ángel Vincench

El peso de la palabra

Por J. A. Vincench

En Cuba las palabras pesan mucho, se les teme tanto como a una imagen, una palabra puede pesar en tu libertad de expresión y libertad física.

El proyecto El peso de la palabra explora el peso del concepto Disidente y Destierro en la Sociedad y el Arte. En disidente, desde la serie Compromiso o Ficción de la Pintura, emplazando la pintura ante la interrogante de comprometerse o no con su realidad histórica y con destierro me interesa la relación del concepto con el ser humano, provocando el pensamiento del espectador a través del objeto y el material con el que realizo las obras, por ejemplo: el peso en 10 kg de tierra que te podrías llevar en tu equipaje de mano, realizadas en bolsas de tafeta negra, el peso subjetivo de lo que tú te llevarías, realizadas en papel cartucho (craft), el peso de la bandera, la patria, la historia de Cuba, la tierra de Cuba, la historia de tu vida.

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Revista Arte Cubano
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Alberto Lago

Soñar no cuesta nada

Por Alberto Lago

Ser pintor en estos tiempos más que un oficio (además), implica una actitud ante el mundo y ante la vida. Personalmente, advierto en las cosas que determinan mi desempeño social cómo individuo corriente, una gran violencia, pero el descontento es peor aún cuando comprendo que ese fenómeno no tiene ningún tipo de solución posible, ni siquiera, desde el arte. Creo que representar, cuestionar o comentar un suceso que pertenece a una estructura creada por un reducido grupo social, que específicamente afecta a otro, para mí no construye sentido, puesto que no puedo cambiar las cosas que definen el mundo desde esta posición , porque esta estructura tiene vida propia y el propio hombre, que fue quien le dio origen, es incapaz de darle fin. Sin embargo, a través del arte soy capaz de sentir y vivir desde lo individual, concentrado fundamentalmente en la búsqueda del amor, el placer o la felicidad. Por eso mi obra es un reflejo de toda esta evasión producida a partir de mis experiencias personales transformadas en imágenes que van en busca de belleza y armonía.

A lo largo de este proceso pictórico me he dado cuenta de la diversidad y la extensión de este medio, y he ido aclarando la manera de pensarlo siguiendo motivaciones que se convirtieron en bases conceptuales definitivas, las que se originaron en un contexto determinado, dónde la producción artística me resultaba un tanto homogénea.

Una de las cuestiones que considero importantes en este sentido es el hecho de que empezara a preocuparme cómo se podía manifestar en pintura más que una imagen directa de una actitud o un hecho determinado su sensorialidad, su esencia, su dimensión espiritual; porque en esta dimensión existen códigos de comunicación que me interesan y que me permiten pensar en cómo resolver los elementos del cuadro, es decir el color, las formas, la composición o las pinceladas, estas cosas son herramientas importantes y todas comunican una idea general de la esencia de esta pintura.

La manera en que están pintados los cuadros responden a un método en el que es imprescindible mantener una dinámica de variaciones que van desde el detalle más elaborado hasta el brochazo más azaroso. […]

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Alfredo Sarabia

Entonces, el que tiene oídos para oír, vea

Por Julia Portela Ponce de León

Parábola es el nombre dado por los retóricos griegos a una ilustración literaria cuya verosimilitud se realiza estableciendo un vínculo entre la ficción narrada y la realidad a la que remite. Alude a un suceso del que se colige, ya sea por comparación o por analogía, una verdad o una enseñanza moral.

La parábola de Sarabia propone emprender diálogos diversos, como simientes que generan senderos heterogéneos de ideas. Cada imagen de Martí que descubre es un episodio vital diferente, cada fragmento va amplificando nuestra percepción. Este ensayo visual nos invita a compartir su fábula fundada a partir de un viaje que realiza por todo el país, captando con su cámara bustos de Martí, que aparecen a su paso. La lectura de un trasfondo bíblico en diversos textos martianos le permite establecer la relación con la Parábola del Sembrador y la imagen de Martí. Los bustos, como emblemas de su pensamiento, devienen semillas diseminadas a lo largo de la isla.

Tomar un recurso literario como la parábola, potencia no sólo el contenido visual, sino, que nos plantea una reflexión, que actúa sobre el receptor desde su relación visceral con el arte, desde los preceptos cristianos que profesa. Su propuesta defiende la idea viva que tiene de Martí. El recorrido activa los conceptos que posee, se niega a creerlo de manera detenida, su propio andar dinamiza la representación de la imagen.

El encuentro es un evento único e irrepetible. No cambia, no altera, no manipula la imagen encontrada, prevalece la espontaneidad de lo instantáneo en cada fotografía. El gesto del artista descarta la fosilización y enaltece su sentido, retenido en el material que la contiene, agredido a veces por el tiempo o por circunstancias disímiles donde están enclavadas.

En su camino halla muchos Martí, uno y otro busto sólo son quizás reflejos de otros muchos rostros vitales del apóstol donde el artista establece relaciones múltiples, insospechadas. Cuando el suceso ocurre, él refiere las coordenadas de tiempo y lugar donde se produce el encantamiento. No es el busto en sí mismo el objetivo final de su recorrido, es la relación que instaura con ellos, por eso los registra como experiencia trascendente.

La recurrencia de pensar a Martí como Apóstol, le confiere un sentido de elegido o un enviado de Cristo. El color blanco le corresponde a los apóstoles como insignia de la pureza y claridad. Así es asumido el blanco en estas fotografías, mientras el negro encumbra la imagen. Las 28 piezas que componen la muestra dialogan desde esta perspectiva.

Cada parábola contiene un mensaje esencial. Alfredo, como buen sembrador advierte la lección: le interesa la semilla, la que engendra lo mejor de cada uno de nosotros, la misma que mantiene la enseñanza martiana en la contemporaneidad. Esta es la lección que nos ofrece. A usted le quedará encontrar el espacio para repasarlas y reconocerse en ellas.

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Ezequiel Suárez

El Delirium Ludens de Ezequiel

Por François Vallée

El arte de Ezequiel Suárez constituye una bocanada de aire fresco, un pied de nez, una burla a costa de la cultura seria, una oposición radical al arte establecido, un rechazo a cualquier forma de arte virtuoso, técnico, profesional. Ezequiel es un defensor del arte como entretenimiento, como distracción, como juego, como experimento, como laboratorio. Todo le sirve para hacer arte, su ámbito de acción es muy amplio: happenings, performances, videos, fotografías, pinturas, dibujos, escritura, creación de objetos, de libros… Con esta interrelación entre los campos artísticos cuestiona el papel del artista, el estatuto de la obra de arte y el arte como institución. Su concepción del arte consiste en agotar y superar todas sus posibilidades, su estatuto representativo con una actitud antiartística. Su obra es un campo conceptual que, en esencia, escapa a las definiciones y reducciones. Se trata de una experiencia y de un estado de espíritu.

Maïakovsky, Malevich, Tzara, Jarry, Schwitters, Duchamp, Cage, Maciunas… son sus allegados, sus aliados sustanciales y todo su quehacer artístico es un intento de respuesta a la pregunta fundamental de Duchamp: “¿Se pueden hacer obras de arte que no sean de arte?”. Su obra no constituye una ruptura sino una transición entre las vanguardias históricas y las prácticas del arte contemporáneo. Ezequiel basa su trabajo en una estética de la negación, la negación de los códigos estéticos y culturales de las supuestas élites. El arte para Ezequiel constituye la materialización de divagaciones mentales totalmente opuestas a la lógica, al utilitarismo, es un juego gratuito del espíritu que sacude nuestra mirada, nuestros sentimientos influenciados y condicionados por la tradición y la cultura (Dubuffet ronda por ahí). De ahí que recurra sistemáticamente al humor, a la ironía, al absurdo y destruya con ellos los “cajones del cerebro” a fin de restablecer con Tzara “…la rueda fecunda de un circo universal en las potencias reales y la fantasía de cada individuo”…

La obra de Ezequiel Suárez es una de las más libres, audaces, irreverentes, iconoclastas, refrescantes, brillantes, importantes y valiosas del arte cubano actual.

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Oscar Aguirre

Los escudos del tiempo

Por Meíra Marrero

Han existido, en los últimos tiempos, criterios bien encontrados sobre si la escultura ha jugado el mismo rol de vanguardia que la pintura. Lo cierto es que no han tenido, ni una ni otra, durante la década anterior y la que cursa, una fórmula específica para el éxito de sus propuestas. Sin embargo, como un as de ases, el triunfo estuvo, a veces, en la incongruencia de formas y conceptos, en otras, por la sui generis apropiación de las tendencias internacionales y, casi siempre, por la conjugación de ambos aspectos.

Al enfrentarnos al sello personal de la producción artística de Oscar Aguirre Comendador, hallamos un lenguaje formal con visible influencia minimal en su factura, que no se divorcia para nada de un código conceptual eminentemente cubano. En sus escudos de tiempo corre sin cesar la vida, sin fecha ni edad exacta o detenida. Para ello utiliza los más disímiles elementos que puedan provocar toda suerte de asociaciones. Desde los más “simples” y universales como pueden ser el rayo, la almena, la flecha y la manzana hasta aquellos muchos más específicos como son la asunción de los héroes, de los símbolos patrios y alusiones históricas variadas. Estos últimos, una vez extraídos de su tiempo y espacio original, adquieren un significado nuevo de diferente connotación; son (re)semantizados y (re)contextualizados en función de un mensaje que apela a la (re)valorización consciente de códigos históricos, sociales y políticos comunes al artista y al receptor.

Aún cuando la recepción de los llamados materiales pobres fluctúa, es la madera, en todas sus obras, el material por excelencia. Es vital su conjugación con diferentes tipos de metales, cerámica y cartones, entre otros. Así conforma volúmenes estrictamente ordenados en altos y bajos relieves de vigorosa impresión. En algunos elementos utiliza el color de modo simbólico para hacer más enfático determinado ángulo del “juego a los mensajes”. Una absoluta precisión rige el tratamiento formal y conceptual de su producción. Ella denota una estructura creativa preconcebida sin lugar para la improvisación, con un riguroso estilo analítico y un elevado nivel de madurez filosófico y estética. El sutil trabajo del metatexto, la denuncia encarecida a esa arraigada dualidad de imagen y coraza, la formulación de códigos artísticos, estéticos, humanos y filosóficos que rompan los límites históricos y las fronteras geográficas establecidas, arbitrariamente o no, son de cualquier modo lecturas primarias de estas piezas.

Tras las imágenes que observamos otras conviven, aquellas que en el anonimato apellide quien las descubre. Ese lenguaje es válido y Aguirre bien lo sabe. Es por eso que delante de sus escudos es como si un fluir de sensaciones, en medio de la soledad que enmarca la mudez de la autoreflexiòn, estableciera una cofradía artista-espectador. Al final todo queda dicho y demostrado sin límites geográficos, fronteras históricas o escudos del tiempo.

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Ruslan Torres

La invisible levedad de ser

Por Ramón Cabrera Salort

La obra de Julio Ruslán Torres Leyva exhibe una singular coherencia dentro de la joven plástica cubana de hoy. Una coherencia que devela la experiencia de un espíritu ascético, se manifiesta desde sus años de formación experimental en las aulas de la facultad de Artes Plásticas del Instituto Superior de Arte hasta nuestros días. Ya desde esos tiempos lo que desplegaba en sus obras pictóricas, en sus instalaciones, en sus grabados, sus fotos y dibujos, más que lo originado en los intertextos de otros discursos visuales –que los había: Hans Haacke, Peter Halley y otros-, se hallaba transitando por una experiencia vital de límite y poder, también vivida desde lecturas que lo avivaban y que rizomáticamente crecieron en el tiempo con nombres como los de Michel Foucault, John Dewey, Jacobo Levi Moreno, Enrique Pichon-Rivière y Humberto Maturana.

Una obra que nació pensada llega hasta nuestros días con las evidencias de quien primero vivió como taller la biblioteca y como lienzo las páginas cogitantes de los autores citados. Últimamente, Isaac Joseph, y en especial Erving Goofman desde la microsociología, lo animan, lo imantan, azuzan ese ámbito de morfologías geométricas que se dejan ver como si fuesen las experiencias formales de un calvinista del arte como Mondrian y que, empero, surgieron de la vivencia del límite –no siempre advertido- en el espacio indistinto y común de residencias estudiantiles, de un poblado del interior del país extraviado en los mapas, también en las evidencias burocráticas de una planilla, de un sello, de un número de clasificación o de una cuadrícula, registros documentales que cobran la verdadera autoridad de lo real. Piensa, entonces, las relaciones geométricas como relaciones de poder y la primera plana de un periódico oficial la lee hoy como quien revela nuevas noticias desde esa mirada reticulada para hacer mundos.

Somos así los invitados de un gesto, de un trazo que se hace creer libre, cuando apenas resulta todo de la actuación de un drama escrito, dibujado y legislado siempre por otros: las circunstancias, la política, la institución arte, provenir de las provincias, de una isla, sentirse a-isla-do, ser una partícula, un agregado, un átomo a expensas de un campo de fuerzas y, a la par, quedarse sumido en la ciega perplejidad de lo que somos junto a otros, otros que pueden ser el artista, yo o quien nos lea.

La obra de Ruslán Torres parece una experiencia datada, marcada y es más una huella abierta en nuestra invisible levedad de ser.

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Jorge Luis Marrero

En busca del replicante Jorge Luis Marrero

Por Mailyn Machado

No recuerdo cuando fue la última vez que vi una exposición personal de Jorge Luis Marrero. La obra de este artista brilla por su ausencia de las galerías locales, también como integrante de las muestras colectivas que, con argumentos disímiles, abundan en la capital del país. Otro tanto sucede con la literatura dedicada a la actividad artística nacional contemporánea. Ni siquiera en aquella que se remonta a la etapa inicial de su desarrollo, los años 90, resulta una tarea fácil encontrar su nombre. Como si su trabajo no lograra hacerse del espacio que le corresponde en el complejo paisaje de la plástica insular.

Me pregunto ¿cómo es posible que su producción no logre encadenarse con las tendencias que han sido señaladas por la crítica como dominantes de las últimas décadas del arte cubano? Quizás la repuesta se halle en su ruptura con el retorno a la herencia de la representación que dio lugar a una de las etiquetas más populares en el consumo de la pluralidad creativa de los 90.

La llamada “recuperación del paradigma estético”, perdió crédito desde que Marrero fuera a dar con sus dibujos infantiles y los convirtiera en materia de sus trabajos adultos y profesionales. Las lecturas posmodernistas sobre su discurso tuvieron que ser reajustadas, aunque se le continuó adjudicando el principio de la “apropiación”.

Es cierto que el tema de la originalidad parecía seguir sobre el tapete. Las pinturas de la historia del arte, específicamente los cuadros de Roy Lichtenstein que en sus comienzos reprodujera con exactitud sólo constriñendo sus dimensiones (físicas y artísticas) para convertirlos en recuadros de sus comics, cedieron paso a una obra propia.

Aunque el autor de los originales y las copias sobre cartulina o lienzo respondía ahora al nombre propio de Jorge Luis Marrero, no se trataba de la misma persona. Entre quien firmaba con trazo indeciso y poco firme las composiciones de la infancia, y el que lo hacía en la adultez sobre y con materiales profesionales, habían transcurrido años de experiencias artísticas, pero sobre todo vitales. Esos dos sujetos, a pesar de responder al mismo apelativo, eran diferentes. La evolución y sedimentación del Yo mediaba entre ellos.

Es por eso que al iniciarse esta etapa de trabajo ambos exhibían juntos. A pesar de que el artista transcribía con fidelidad los dibujos de su niñez, también los mostraba. Éstos aparecían atados a la pieza en cuestión. Forrados con nailon, se adherían a la superficie como un hago constar que permitía comprobar su existencia real y datación histórica. Mas su interés superaba la necesidad de certificar una procedencia. Intentaba introducir al sistema artístico contemporáneo un original cuyo pedigrí estético resultaba doblemente ilegítimo. El objeto consumido no procedía ya ni del museo histórico ni de la redimida baja cultura, se trataba de la expresión casi pura de una subjetividad individual propia aunque distante en el tiempo. De existir, la apropiación iba en contra del principio posmoderno de la intertextualidad.

Un juego irónico de segundo grado emanaba de esta estrategia. Con un simple gesto de elección, el autor institucionalmente afianzado se ocultaba tras la firma de un productor sin jurisdicción artística pero con una identidad creativa auténtica, la del imberbe Jorge Luis Marrero. Y lo que es aún más cínico, ese “arranque de originalidad” ante la incomprensión de sus primeros tanteos con la representación, como él mismo lo bautizara con mofa, redundaría, lejos de en una disolución, en una sacrílega afirmación del sujeto declarada en ausencia por la indefinición del firmante.

El resultado fue más allá del hallazgo de un paradójico estilo personal. En él se realizaría el anhelado (re)encuentro de un código íntimo. Ni siquiera en aquellas primeras producciones, que parecían corresponder a la efervescencia posmodernista de la escena plástica nacional, sus intereses se reducían al sofisticado ensayo de la recombinación de textos. El foco delirante de este artista nada tiene que ver con la hasta hoy célebre sentencia de “no hay nada nuevo bajo el sol”. Por el contrario, exhibe un matiz moderno, vanguardista si se quiere, a saber: los modos en los que se traduce en representación lo que visualmente inferimos como realidad y la consecuente creación de una figuración propia. De ahí que no encontrara mejor fuente de reparación que las imágenes graficadas compulsivamente durante su niñez.

Visto desde la distancia, esta solución parece ahora predecible. Su ansiedad infantil por retener las imágenes fugitivas de la experiencia y dar rienda sueltas a la imaginación a través del dibujo, se conservaría en la que aún puede considerarse como la más persistente de sus prácticas: el comic. El mismo género en el que en In the World of the Art aplicara el código pop de Lichtenstein con el único objeto de dialogar sobre el universo de lo real.

Todo aquel que tiene el privilegio de repasar el archivo de historietas de Marrero, no puede hacer otra cosa que notar la identidad figurativa que las encadena a las representaciones del niño que fue y constituyen los originales de sus piezas actuales. Como si sus primeras obsesiones hubieran encontrado un asiento natural en sus ficciones adolescentes y de adultez, unidas, además, por una formalización gráfica sintomáticamente muy similar.

A primera vista esto pudiera parecer sólo un dato curioso. Después de todo, el tono humorístico y escatológico de sus caricaturas induce a leerlas como un simple divertimento. Lo interesante es que esa diversión se remonta a las aulas de la Academia Nacional de Bellas Artes, como si se tratara del fruto de la distracción de un estudiante aburrido e irreverente. De hecho, este ejercicio que hoy ya puede considerarse un hábito, se desarrolló como una actividad paralela a sus trabajos de clase, aparentemente inmune a la instrucción artística que iba recibiendo.

Quizás él mismo la considerara como un chiste, lo que freudianamente hablando se traduce como una manifestación del inconsciente. Y quizás también por eso, por considerarla una práctica placentera, más cercana a las sesiones de dibujo libre de la educación primaria que a las serias entregas de la formación profesional, las protegió instintivamente de estas últimas, por el bien de su sanidad. Plus, la repetición.

Eso que los psicoanalistas, especializados en terapia infantil, consideran como el principio fundamental de la interpretación clínica del grafismo, lo es también del procedimiento creativo de Marrero. La reproducción como estrategia, tiene en él un ascendente más abstracto que el derivado de la obligada causalidad de sus narraciones visuales. Me refiero a ese especial sistema simbólico que articula sus historietas con los dibujos que realizara de pequeño. El mismo que permite deducir la existencia de un lenguaje muy personal en el archivo de sus imágenes.

Toucher o eureka, da igual, lo cierto es que, en medio de sus irónicas críticas a la institución arte y los tanteos con los códigos representacionales heredados, fue a dar con la vía de sublimación de uno de sus deseos artísticos más latentes: el hallazgo de una lengua propia.

La misma naturaleza del dibujo infantil así lo acredita. Cuando un niño pinta, nunca copia, siempre inventa y crea. Se trata de un proceso espontáneo de traducción a signos gráficos de la aprehensión de sí mismo y del mundo que lo rodea. En él se despliega un lenguaje otro: oculto, silencioso, no verbal. De ahí que sea el canal por excelencia de la manifestación del inconsciente, y de ahí también que, a pesar de sus devaneos entre la imaginación individual y lo simbólico colectivo, constituya la fuente más auténtica, por personal, de la representación.

Al reproducir con exactitud las escenas garabateadas en su niñez, Marrero practicaba irónicamente una intertextualidad muy cercana a la llamada intertextualidad negativa. O lo que es lo mismo, accedía a través de la copia a una originalidad tal como fue entendida por la modernidad. Se aproximaba a un texto libre de intertextos ajenos. ¿De qué otro modo le hubiera sido posible a un sujeto adulto en posesión de una mano académicamente formada evitar de manera tan radical, más que las influencias, el uso de los sistemas dados para la representación?

Incluso, los rebautizos que sufrían sus creaciones infantiles muchas veces insistían con sorna en ese paradójico hallazgo: “La pinga para Dubuffet” (1998), “Después de Portocarrero” (1998), “A todos los niños les gustan las balsas no sólo a Kcho” (1998). Pero la ironía superaba el hecho de que esa repetición de sí mismo diera lugar a un resultado único, libre de antecedentes artísticos. Se encontraba también en el contraste entre la sofisticación del procedimiento y el “barbarismo” estético que otorgaba la unicidad. De cualquier forma, éste sería tan sólo un juego bastante eficiente, Marrero es todo menos un artista ingenuo. Sabía que ese retorno al punto de partida, que intentaba sortear la herencia educativa en materia de arte, nunca podría ser total. Por eso, esa parcialidad, lejos de una frustración, se convertiría en la brecha por la que avanzaría el proceso investigativo de toda su obra.

En la actualidad se encuentra en lo que él mismo denomina su “etapa helenística”. Y no le falta razón. Tal vez algunos de los rasgos que le permitan identificar de esta forma a los dibujos de 2008, sean las novedades técnicas e iconográficas que incorporan. Esta serie de trabajos parte de su tanteo con otros medios de representación artística ligados a las nuevas tecnologías.

Como antes el interés en su propio código simbólico lo condujera a sus conocidas esculturas en alambrón, en las que intentaba traducir sus dibujos al plano tridimensional con materiales más sofisticados, en 2004 la creación de un nuevo sistema figurativo lo llevaría a iniciar Placeres íntimos. En aquellas piezas utilizaba programas de computación y empleaba de manera más sistemática el video.

El punto de partida se encontraba también en el desarrollo consciente de otro de sus divertimentos estudiantiles, ahora con rasgos más patológicos si se quiere. Según relata en “Muela dura”, el statement de sus Placeres…, durante su estancia en San Alejandro estuvo casi un año sin tocar los pinceles excepto para dar cumplimiento a sus deberes académicos. En su lugar, intentó acogerse a la herencia paterna y dedicarse a la escritura. De esa experiencia lingüística sólo obtuvo como resultado el retorno a un nuevo lenguaje visual. “Empecé a virar los dedos de mis manos en poses extrañísimas, dándoles significados, o sea, hallándoles parecidos representativos con la realidad; como cuando nos tumbamos a mirar al cielo y designar las nubes como ‘perritos’, ‘gaticos’, ‘caritas’, o cualquier otra cosa, en dependencia de la salud mental de cada cual”.

Las posibilidades que le ofrecían el fotoshop y el video para recrear con veracidad las asociaciones establecidas a partir de esa “torcedera de manitos”, lo hizo retomar aquellos “recónditos performances”. Aparentemente distante de los rasgos formales que lo distinguían como artista, esta nueva iconografía no hacía más que redundar en los “límites epistemológicos” de su obra, demostrando no sólo que cuando de percepción se trata los sistemas simbólicos son inagotables, sino que las obsesiones artísticas son tan persistentes como las más pedestres angustias humanas.

De ese intercambio con los medios electrónicos de reproducción se deriva el empleo del video bing en la realización de sus dibujos más recientes. La proyección ampliada de la imagen previamente escaneada de sus composiciones infantiles, le permite aislar los detalles y hacer variaciones en la composición y escala. Como resultado la manipulación de los originales adquiere nuevas dimensiones.

Cierto es que ésta siempre estuvo presente. El principio de la repetición fue el punto de partida de un procedimiento que establecía la intervención del artista Marrero en las creaciones del imberbe Jorge Luis desde el momento mismo de su selección. Si bien hasta el 2000 la repetición de sus dibujos siempre fue exacta, ya en la superficie planimétrica, ya en la volumetría espacial, en ese mismo año comienza la serie Obras recientes en lienzo que se extiende hasta el 2001. En ella incorporaba las figuras que había identificado y rastreado como modelos primarios. La inversión de éstas últimas, casi siempre de cabeza, garantizaba la inmunidad de los originales, al tiempo que enfatizaba el contraste entre ambos. De ahí que aquellos trabajos, entre los que aparecía “Tres héroes, los libertadores me salen mal”, pudieran considerarse como un examen demostrativo del proceso de formación de los patrones representacionales.

En las piezas del 2008 su participación se vuelve más explícita. El “barroquismo” que muchas de estas ostentan se debe a la promiscua superposición de sus diferentes códigos simbólicos. Como si el interés investigativo en la representación hubiera derivado finalmente en una gustosa y por tanto libre apropiación de los sistemas iconográficos propios.

Las figuraciones salidas de la mano educada, los signos resultantes de sus Placeres… y los personajes de sus comics se sobreimponen a las imágenes de la niñez, ahora como consecuencia de asociaciones más espontáneas. Es por eso que, por momentos, algunos detalles ganan en naturalismo. La presencia del artista llega incluso a hacerse inmediata a través del autorretrato (“Si tu mirada matara”, “Si mi mirada matara”).

Asimismo se incluyen personajes de gran actualidad mediática. En una especie de antecedente premonitorio, se adelanta a las elecciones estadounidenses de noviembre de 2008. “Our Golden Boy”, “Gato enfermo persigue a Barack” o “Gran jefe indio ver a próximo gran padre”, asumen, como muchas de sus obras, el humor narrativo de sus historietas para hacer sarcásticas crónicas de la política internacional.

Pero quizás donde el autor profesional se manifieste con mayor fuerza sea en la reiteración de sus obsesiones más íntimas. A estas alturas decir que la obra de Jorge Luis Marrero es autobiográfica resultaría redundante, si no fuera para señalar que el principio de reproducción que la distingue deriva de manera inevitable en un interés autoanlítico y en un consecuente examen social.

“Por alguna caprichosa razón –me comentaba en una conversación que nada tenía que ver con el arte– tengo la costumbre de conservar en la memoria hechos o escenas que no puedo entender en el momento en que ocurren, como a la espera del día en el que logro explicármelos finalmente”. Volver de manera selectiva sobre su “pasado pictórico”, ese archivo del inconsciente perpetuado en imágenes visuales, es el equivalente artístico de esa estrategia del pensamiento aplicada a su vida. En las íntimas sesiones sicoanalíticas a las que conlleva el ejercicio de su actividad pictórica, desengaveta conflictos que nos afectan a todos. Éstas tienen, además, significativas potencialidades terapéuticas porque siempre van calzadas con efectivas dosis de humor.

Es por eso que muchas veces en la recurrencia a sus obsesiones temáticas se despliegan algunos de los lugares comunes de la sociedad cubana, como son, por ejemplo, el sexo y la política (“Invocación”, “No mamita él no va en serio”, “Sadic Behaviour”).

Así, el escrutinio de las vivencias propias lo conduce a un diagnóstico nacional sin pretensiones históricas exhaustivas, pero con aportes clínicos muy eficientes.

Tal vez por eso el carácter helenístico de sus últimas producciones encuentre una explicación definitiva en la afirmación de la subjetividad. A través de la libre apropiación de su complejo vocabulario personal, el artista conciente que es Jorge Luis Marrero, se abandona a sus más acuciantes deseos. Y lo que es más sintomático, el aumento de sus intervenciones por medio de la repetición formal y temática, redunda en el establecimiento de una expresión individual en la que definitivamente se confunden el autor adulto y el niño que éste fue.

La libre asociación entre ambos resulta una coartada perfecta para tratar con soltura “dramática” conflictos sensibles en el plano íntimo y colectivo. Es la forma más eficiente para burlar toda clase de censura. Tanto la personal como la social, sucumben ante el desplazamiento entre lo que se muestra con descaro y lo que se encubre con picardía.

Ese poder de síntesis ha sido otra de las fachadas medulares ofrecidas por la naturaleza de sus originales. La cadena asociativa que se despliega entre lo que se percibe y experimenta y su representación, hace de las composiciones infantiles creaciones casi conceptuales. En ellas la elipsis, esa declaración en ausencia, constituye muchas veces la verdadera llave de acceso al código figurativo.

También lo es para la obra de este artista que ha discursado siempre desde la omisión. La de él como autor, la de su nombre de las listas más reproducidas del arte cubano contemporáneo y la del corrimiento implícito en su lenguaje visual que encuentra su sentido definitivo entre lo que oculta y lo que deja ver.

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Orestes Hernández

Apuntes para un pintor de domingo

Por Sandra Sosa Fernández

Orestes Hernández adivina la fuerza de los clásicos, y en un nuevo giro recurre a los padres de la Pintura Moderna. La Historia del Arte le permite hacer un ejercicio pictórico a destiempo, como quién reconoce en su irrupción trasnochada, la coherencia de un gesto tan fútil como los tiempos que corren. Una vez más la amnesia con el relajo de una concienzuda ignorancia le permite revolver la tradición del Postimpresionismo como acicate, interrogación, negación. La apropiación sin prejuicios de Cézanne, Gauguin, Van Gogh, junto al Fauvismo de Matisse y el estilo naive de Rousseau, surten el efecto de una evolución consensuada. Después de aquel primer envite que concilió influencias de la Transvanguardia italiana, los Nuevos Salvajes alemanes, el Expresionismo Abstracto norteamericano y cierto ideal pictórico asiático contemporáneo, no parece aleatorio este acto de regresión histórica hacia las fuentes primarias.

Como quién se aplica en llegar a su primera cita, Orestes escarba en sus posibilidades como pintor con una inconsciencia orgánica que parece prescindir del “cómo va a quedar”. Los pigmentos se repiten de un cuadro a otro como rompecabezas disperso que, una vez armado, paladea la visión de una sola imagen: el carnaval de lo real y sus apariencias. El trazo de ritmo rocambolesco acoge una estética barroca donde las formas apretujadas, superpuestas, contiguas, y la estridencia del color desdibujan un contorno de frecuencia casi abstracta. Los temas, en su caso pretexto para la pintura, anidan una sensibilidad donde se estrella, desde un paroxismo pop, algunos motivos de la pintura francesa de finales del siglo XIX como el japonismo, la escultura africana, el primitivismo, con soluciones formales que recuerdan el estilo de ciertos autores de la época. Hay en ello una ex profesa tomadura de pelo que podría juzgar, a primera vista, el trabajo con fragmentos de originales, cuando en realidad se toma prestado el empaque como extrapolación de la cita culta.

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Jorge Mata

Países privados y paisajes públicos

Por Iván de la Nuez

El arte de Jorge Mata. Proviene, como él mismo, de su experiencia cubana, pero se ha visto obligado a crecer en un paisaje personal, en medio de una crisis cultural de gran envergadura. El arte de Mata, entonces, describe, todo un recorrido sintomático de nuestros tiempos posteriores a la caída del Muro de Berlín, pero también de su vida en una ciudad mediterránea como Barcelona. Ese tránsito dibuja el plano por el que se desplazan sus obras actuales. Ese tránsito que va de un país comunista a una condición poscomunista, de una nación a la condición postnacional que asume Cuba en la era de la globalización, desde las formas ideológicas de los segundos ochentas cubanos hasta modos antropológicos en los que se desborda la experiencia del artista.

Jorge Mata representa dentro del arte contemporáneo a aquellos sujetos que, formados en una realidad, en este caso la realidad cubana, se ven obligados a abandonarla y crear sus piezas en otros paisajes. Individuos que transitan del país publico al paisaje privado, dentro de una poética múltiple, transcultural y heterodoxo, pero con la continuidad de una línea tenue, pero persistente, que mantiene la fijeza de la propia experiencia. Son las obsesiones, fantasías, venturas y desventuras de un saber privado, que tiene como común denominador el hecho de habitar un paisaje ignoto y desértico en la intemperie del mundo.

Mata ha asumido el reto con denuedo, y ha sabido romper con el calorcito de un arte domestico, autorreferencial y solipsista, dibujando una elipse que va desde la isla hasta el mundo, gobernada por intemperie y por la forma posnacional que define el mundo contemporáneo y la ruptura de sus fronteras.

Para llegar a esta situación Mata, desde luego, ha navegado otros mares. Sus piezas, en Cuba, atendían a las formas en que la política atravesaba la vida cotidiana. De muchas maneras, Mata ha sido una especie de artista “somático-político” que ha asumido cualquier posibilidad del entorno a partir de su experiencia. Él ha realizado una trinidad entre política, su experiencia y el arte que ha formado parte de su formación. Así, en 1993 puede apropiarse del El Grito, de Munch para convertirlo en una disonancia de silencio, una voz inaudible pero que puede sin embargo ser percibida. Su experiencia en el exilio también ha alterado la construcción de sus piezas. Ahora, las obras de Mata son todavía “somáticas”, pero es el elemento cultural el que atraviesa la experiencia, y hay un marcado trabajo antropológico donde se adivinan los modos de operar de Ana Mendieta, Juan Francisco Elso o José Bedia. Se trata de una obra mucho más madura, que abarca un paisaje mayor, más diverso y menos acotado por “la maldita circunstancia del agua por todas partes”, que diría Virgilio Piñera en La isla en peso para definir las angustias de la insularidad. Ahora Mata puede mezclar a Elso, Mendieta o Bedia con las maneras con las que Cindy Sherman trasviste su espacio privado o los usos que hizo Tàpies de su característica cartografía.

Mata sabe que las presencias no sólo se presienten o “nos llegan” de lejos. Las presencias también se construyen, con aquello que nos rodea (miel, caracoles, barro, carbón), mientras que los trofeos mayores son los privados, que las oraciones se escuchan desde el gesto más que desde la palabra (como ya lo había conseguido en Grito), que las caligrafías arman las piezas, son estéticas en si mismas (Ave Madre) o que todo puede convertirse en mitología personal como ocurre El imperio de la costumbre.

Mata construye altares, instalaciones, elegantes dibujos o piezas escatológicas, pero por encima de todo, construye mapas. Las cartógrafas singulares e irrepetibles que saben convertir el paisaje público de la intemperie en un país privado, sin otros escudos, himnos o banderas que no sean los propios.

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Lisandra Ramírez

Serie Collection

Por Lisandra Ramírez

Esta serie indaga en el imaginario histórico, utilizando para ello estereotipos que discursan sobre los problemas histórico – sociales vigentes en la contemporaneidad.

Lo visual de los trabajos me permite indagar en las diferentes formas narrativas, logrando una visualidad aparentemente ingenua que guarda disímiles cuestionamientos sobre el papel del individuo como ente social y la connotación que tienen los diferentes procesos históricos en la formación del mismo.

Alguna de las obras funcionan como videoinstalaciones, resaltando el diálogo que se establece entre el objeto escultórico y la proyección, mientras que en otras, el objeto adquiere todo el protagonismo.

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Niels Reyes

Territorio Comanche, recinto de arte

Por Madeleine Sautié Rodríguez

Como una enorme página en blanco se ofreció un espacio en la Casa de México Benito Juárez, ubicada en el centro histórico de la capital, para que el artista Niels Reyes desarrollara allí su obra audiovisual Territorio Comanche / Cabeza de Vaca.

“Es como una reminiscencia de mi infancia”, explicó a Granma Reyes, al referirse a la muestra, que estará exhibiéndose durante todo el mes de junio y en cuya convocatoria de presentación se advierten, paradójicamente ligados –justificados tal vez por las expectativas del artistas-, dos conceptos: inauguración y clausura.

La acción plástica, cuyo proceso instalativo se estuvo realizando durante quince días, y pocas horas de concluido dio paso a su apertura; consiste en un proyecto en el que su autor pretende “conseguir efectos sensoriales por medio de un proceso de impulso gestual. El Territorio Comanche es el espacio, que veo como una especie de hostilidad; Cabeza de Vaca soy yo. Trato de dar pistas, quiero que la gente reaccione, que cuando entre al espacio, salga exaltado, que no luche contra el cúmulo de sensaciones y se lleve toda esa carga. Ese es el reflejo que quiero dar”.

Para ello despliega la pintura –en el sentido más recto de la palabra- al azar de los gestos, “a lo que salga” del movimiento de las manos, es decir, sin el propósito de esbozar uno u otro rasgo, sino que ellos mismos hablen una vez concebidos y consigan sugerir.

“Estaban las pinturas. Me dio por agredir con colores y formas a ver que pasaba.” A la entrada del “territorio”, área que, incluidos el techo y el suelo, han sido invadidas por colores vivísimos, casi estridentes, al que se le proyectan luces y música, rezan unas consejas del explorador y conquistador español Alvar Núñez, Cabeza de Vaca (1490-1557), quien estuvo estrechamente ligado a la tribu amerindia comanche, uno de los tópicos que titulan la muestra. Mientras, al costado, un documental exhibe todo el proceso de trabajo llevado a cabo por el artista.

Graduado del Instituto Superior de Arte, el autor poco le importan las palabras, “nada tienen que ver con las imágenes”. Su ilimitado poder creativo ha conseguido transformar no solo un espacio en otro al llenarlo de expresión por medio de la pintura; también el espectador, seducido por la belleza del “territorio”, no es ya el que ha sido –como pretendía el creador- cuando abandona el lugar.

“Toda mi intencionalidad se queda ahí, es efímera. No me importa la durabilidad de la obra sino la de la emoción que ella guarda”.

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Pavel Acosta

Pavel Acosta ‘El ladrón’

Por Romina Ruiz-Goiriena

Pavel Acosta nació en la provincia de Camagüey y emigró a la capital caribeña para cursar estudios universitarios en el Instituto Superior de Arte en La Habana, la cuna de artistas plásticos de toda la isla. A sus 35 años de edad, su obra compuesta de esculturas, fotos y piezas en medios mixtos con toques ‘performance’ hablan de las realidades de una Cuba compleja y de un mundo al revés.

«Estoy haciendo una especie de análisis social donde intento explorar como la gente se gestiona a sí mismo», explica Acosta. Cuenta que le interesa escudriñar en las carencias de determinados grupos sociales y en «las estrategias que se adoptan más comúnmente a la hora de suplirlas, desde el viejo y expandido ejercicio de robar».

Pero, ¿a qué robo se refiere? Responde que en ocasiones, simplemente observa robos ya consumados pero en otras el artista compromete a un grupo de personas a que lo efectúe.

Por ejemplo, en la serie ‘Espacios Robados’ el artista construyó fotos narrativas en lugares en La Habana que antes de la Revolución eran utilizados para el deporte. Hoy en día, dada la carencia y el estado de bienes raíces fueron transformados en viviendas y tienen una función diferente. En la foto, estas personas escenifican un juego de béisbol y el robo se efectúa «en el imaginario colectivo y se comparte por consenso», dice Acosta.

Yo también soy un ladrón

Pavel Acosta no sólo documenta el robo pero se autodenomina como un ‘ladrón’. Para él su campo visual está definido por paisajes humanos que producen «niveles de información». Al contrario de muchos artistas, él no crea obras; él las captura por medio de un lente, un lienzo o un espectáculo. Además, todo en la obra es robado: desde la intención y hasta cuando pinta el óleo es robado. Para el artista, el acto morboso de robar habla de una realidad cotidiana.

«Aquí en Cuba la palabra luchar es la traducción de la palabra robar. Es una palabra fea por el mismo hecho de lo que representa y la gente naturalmente la sustituye. Por ejemplo, tú vas a un trabajo y te llevas una libreta y eso no es robar es luchar porque estás luchando para que la niña tenga una libreta más para la clase… en este caso estoy robándome esta información y creando algo con ella», opina Acosta.

Robo sin fronteras

Pero su trabajo no está netamente endeudado a su nacionalidad cubana. A lo largo de sus viajes por el Reino Unido, Canadá, e India también ‘roba’ porque el acto de robar refleja una inquietud universal con la penuria social.

Preocupado con el tema de la vigilancia y la privacidad grabó una cámara de seguridad en Londres. En Canadá, creó una obra ‘performance’ en las afueras del ayuntamiento donde Acosta invitaba a los visitantes que se sentaran en sillones de playa que había puesto en la fuente de agua para el venir y serviles bebidas.

Y, en Nueva Delhi hasta hurtó agua. «Las mujeres en la India caminan cientos de kilómetros en el campo, en busca de agua. Así que me pareció extraordinario robar el agua gratuita que se sirve a la población en diversos puntos de la ciudad», agrega Acosta.

Lo que si queda claro es que desde su Cuba natal hacía afuera el robo es el acto clave para engendrar su obra. «Sencillamente», sugiere Pavel Acosta que en su trabajo «el robo se despoja de las tradicionales connotaciones peyorativas para resaltar otros tipos de miseria humana».

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Eduardo Lozano

Xilografías modernas de Eduardo Lozano

Antonio Eligio (Tonel)

En su itinerario, ya no tan breve, tocado por esa poca altisonancia de lo que marcha un tanto sumergido, la obra de Eduardo Lozano reverencia una noción del arte que me atrevería a calificar de moderna. Lo anoto sin ánimo  retrógrado; sin intención de colocar a este artista en la posición difícil del epígono que se aferra a los ecos de escuelas y momentos idos. No se trata de que imaginemos a Lozano en el Bateau Lavoir, codo a codo con Picasso, Fernande Olivier y Juan González, embadurnando telas, apurando ajenjos y desechando colillas, de Mis Blanche, el famosos cigarrillo egipcio. Lozano pinta en Lawton, y La Habana de hoy ¿Tendrá algo que permita confundirla con el Paris de 1904. La entrega enfebrecida al arte a un tipo de arte: la pintura; la confianza irreductible en un empeño: hacer la obra, son datos que conducen  a sugerir una empatía, una cierta comunión de espíritus, entre el pintor de Lawton y aquellos que hace un siglo fundaban en Monmartre, la saga del arte moderno.

Esa entrega, como acto de fe hacia la tarea creativa, en esta época en que tanto se habla de cinismo y de cínicos en el arte cubano, me lleva a recordar a Jorge Mañach su afirmación de que el “cinismo literario (y por extensión, el artístico) no es mas que pose y engaño”. Decía también el gran intelectual de Sagua la Grande: “el verdadero y riguroso cinismo (…) es la sinceridad llevada a la exageración”. Lozano, artista prolijo y persistente, estaría entonces entre los verdaderos, admirables cínicos: él ha sido sincero, tal vez con exageración, en su compromiso con la pintura. Su persistencia, algo desmesurada, ocurre a contrapelo de una que otra ingratitud, y no sólo de la predecible ingratitud de la pintura.

Para confirmar esa trayectoria de compromiso irrevocable, que se me antoja “modernista”, el artista se presenta hoy con una variante que en su tiempo sirvió de mucho a las carreras de los grandes vanguardistas: la obra gráfica. De una pintura estentórea, chirriante, a veces ácida, Lozano pasa a estas xilografías, también un poco ácidas, aún si se cubren con el vestuario suave de la nota costumbrista.

En sus grabados, tanto como en sus pinturas, Lozano apela al ademán expresionista, una convención que lo separa del costumbrismo apacible y descriptivo. Con frecuencia su dibujo es una línea lograda por incisión, línea blanca que hace aparecer estas escenas cual avatares nocturnos, súbitamente iluminados. Es como si toda esta obra estuviese afirmada en una cierta idea de lo oscuro, de lo que resulta en algo impenetrable. A ello se une la sugerencia de espacios desolados; entornos donde lo arquitectónico se retrae al máximo, se omite.

Son grabados que comportan una tristeza discreta, un aire como de lamento por aquello que siendo típico, puede ser también patético, y que además adivinamos como muy perecedero. Este es el caso de estampas que retratan tradiciones perdurables como La Lavandera, El piropo o El granizado, y también de otras en las cuales se ilustran costumbres mas actuales portadoras de una aflicción profunda (Al Ataque). El conjunto en su totalidad, incluso en aquellas obras de inspiración religiosa, va dominado por ese “entusiasmo romántico y paliducho que uno siempre lleva dentro”.

Lozano, que en sus pinturas anteriores llegó con frecuencia al borde de lo abstracto, da una vuelta en redondo para representar a los cubanos y las cubanas de la calle, a quienes retrata en unidad indivisible con su Santa Patrona, y con la Vía Crusis. Es otro esfuerzo del artista, sincero en el arte como en la vida, por compartir su impresión del mundo, según se ve desde Lawton. Estas obras no reclaman alabanza, no procuran admiración: la sensibilidad que las inspira, agradecida en su melancolía, solo requiere en pago gratitud.

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Osvaldo González Aguiar

Temas aislados

Por Andréz Isaac Santana

Existe un criterio extendido –un tanto apasionado- entre cierto sector de la crítica cubana más joven propenso a defender la idea de que la nueva generación de artistas emergentes dentro de la isla se complace con el espaldarazo radical a toda una tradición de carácter emancipador y de tintes sociológicos con la que siempre se identificó el arte cubano de las últimas décadas. Si bien algunas tesis manejadas por los autores (algunos bastante jóvenes, apenas egresados universitarios) no deja de advertir en la vastedad argumental su propia eficacia discursiva; bien creo que, por otra parte, el extremo de esa negación/afirmación se hace un tanto peligrosa y fronteriza una vez que ignora la propia ontología del campo del arte y sus mecanismos (sofisticados y cínicos) que intervienen en la elaboración de los juicios de valor respecto de una práctica concreta. Toda negación, y esto es un lugar común para el pensamiento avisado y ávido de respuestas, supone siempre un tipo de afirmación. Toda postura reactiva engendra, de facto, y como consecuencia de la primera, su propia lógica discursiva que resulta de ese afán de negar unos ordenes que a fin de cuenta terminan por establecer otros no muy diferentes de los anteriores y que -por supuesto- hallan su correlato en el perímetro de lo social, ya sea por la necesidad de establecer una voz, que no La Voz, o para negar su hegemonía, justo de esa que se escribe con mayúsculas.

Cierto es, y no merece la pena una digresión retórica sin mayor sentido deseosa de convencer de lo contrario, que el documentalismo antropológico-etnográfico y la obsesión por la dimensión estético-cultural de la tropología como fin en sí mismo (y no como un medio para) que tanto preocupó a toda una generación de artistas cubanos, ha cedido territorio a una postura un tanto más hedonista que se jacta en el placer y regodeo puramente estético del lenguaje del arte. Sin embargo, considerar esta posición como un estado de anemia en un primer momento o, peor aún, como un hallazgo superior que denota mayor coherencia en el enunciado de las obras y que desvincula la práctica del arte de sus responsabilidades sociales, resulta un tanto pueril dado que habría que pensar hasta qué punto los signos pictóricos (en su mismidad) o aquellos recorridos enfáticos por el umbral de sus propios límites y de su misma ontología en tanto lenguaje, no supone la mayor de les veces un desvío retórico con claras implicaciones para la comprensión del medio mismo y de las circunstancias socioculturales que estimulan ese citado desvío.

Observando la obra de artistas como Osvaldo González Aguiar, El Pollo, (Michel Pérez) comprendo que el arte, el lenguaje del arte y en particular el de la pintura con todas sus derivaciones y desvíos semióticos, rara vez puede ser entendido tan sólo por su estrecha capacidad de significación, sino que, muy por el contrario, ha de tenerse en cuenta su realización o sucesivas realizaciones que le convierten en un complejo dispositivo de comunicación que llega incluso a interrogar la propia noción de arte y sus límites. Creo que es justo en ese preciso lugar, en ese sitio donde la interrogación analítica y el placer copulan, donde la propuesta del joven artista Osvaldo González, alcanza un interés mayor que supera con creces el simple hecho de considerarle un pintor que disiente del peso del legado o que evade la responsabilidad semiótica de la pintura, toda vez que partimos del hecho de que este, el lenguaje pictórico, es una sucesión infinita de signos susceptibles de interpretación en el marco expandido de una ardua exégesis crítica y epistemológica.

El trabajo de Osvaldo es un ejercicio de visceral respecto del medio, una erótica compulsiva que realiza el hallazgo de su objeto díscolo en el contexto amplificado de la materia pictórica. El collage cubista, el montaje dadaísta o cierto impulso del expresionismo abstracto, por ejemplo, son tres de los recursos que sin ser advertidos a la primera, se subsumen en el trazado dramatúrgico de una gestualidad que en modo alguno abandona los principios de un racionalismo casi cartesiano en la manera de concebir cada pieza suya. Por ello, las señas más características de su trabajo se localizan en la combinación, canibalismo, vasallaje y promiscuidad respecto de experiencia cultural de acento posmoderno donde figuración/abstracción y representación y crisis de esa misma representación, son convertidos en una especia de marca de estilo. Osvaldo articula poética en el modo de hacer y de enfrentar el hecho pictórico. Su prodigalidad le granjea el arribo a ciertos estados ambivalentes del disfrute en los que todo goce arrastra consigo –con el mismo grado de intensidad- cierta cuota de angustia, que se hace evidente por medio de ese deseo de alcanzar la obra acabada, el marco perfecto, la composición sustraída de toda sospecha.

La arquitectura interna de sus especulaciones pictóricas testimonian, como ocurre con otros tantos hacedores de su generación, una narrativa casi textual en la que se solapan y diluyen infinitas citas a la historia del arte y a la propia historia de la pintura, siempre o muchas veces, precedidas o acompañadas por una experiencia personal o un estado emocional del fruir de la subjetividad que le impulsa hacia esas fuentes orquestadas en la textura de un lenguaje propio. Me comentaba Osvaldo su proceso de selección y discriminación de motivos y elementos a la hora de concebir una obra y ello me hizo pensar sobre el peso de la retórica y la mitificación que rodea la propia ejecución de la pintura como un lenguaje que en apariencia se mueve en unos órdenes estáticos y bidimensionales. Creo, no sé si él sea consciente de ello en su totalidad, que Osvaldo activa el poder sugestión del plano pictórico y le confiere a este una profundidad y espacialidad que permiten la liberación del medio ensanchando las posibilidades interpretativas y de aproximación crítica a su pintura. Ese equilibrio riesgoso que pendula entre los impulsos de la improvisación y el ímpetu racional del que él hace alarde, favorecen el tránsito hacia una prefiguración pictórica que se debate entre la pertinencia de los enunciados conceptuales y el estímulo visual como placer y meta del hecho pictórico. Hay en esta pintura una pulsión y vehemencia que le colocan fuera de escena, al menos fuera de una escena reaccionaria y reduccionista que reduce al arte cubano a unos códigos estéticos o retóricos asfixiados en su propia lógica. De ahí que noto cierta ironía, acaso una manare de protestar, una estrategia de saltar una maldita circunstancia de obscenidad donde la ironía y la parodia parecen haber agotado la rentabilidad y eficacia de sus armas.

Por ello, creo que el análisis posterior de la crítica que acompañará en el tiempo a esta hornada de nuevos creadores ha de plantearse otra pregunta muy distinta a la de si es continuidad o ruptura lo que mantiene este hacer respecto de su legado. Creo que la pregunta, que no voy a esbozar aquí y ahora, terminará por interrogar esa propia noción tan reduccionista como retórica ambigua de arte cubano.

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Michel Pérez Pollo

Si te dicen que te quiero. (Eso no lo dije yo)

Por Andrés Isaac Santana

Resulta ya un lugar común advertir del interés que ha revestido para la producción estética contemporánea el universo infantil y sus elementos o símbolos más característicos. De este interés por los trayectos del imaginario infantil, deviene un cuerpo mayúsculo de obras que permitirían trazar una fecunda y profusa cartografía de actuación capaz de informar acerca de la presencia de lo infantil en el arte contemporáneo. Basándose en esa idea, se han sucedido infinidad de proyectos que buscan documentar la presencia del niño en el arte en cuanto tema susceptible a múltiples variantes interpretativas y de representación, ignorando muchas veces una tendencia acaso más atractiva que es la que se ocupa de revelar, no la presencia en sí, sino el uso de ese imaginario y su carácter paródico en el estructura misma de las obras, es decir, su potencial discursivo, sus derivaciones conceptuales y sus implicaciones culturales.

En este sentido podríamos plantear entonces un grupo de preguntas en calidad de premisas o punto de partida, a las que estas piezas y sus nexos con el discurso de la cultura, intentarían responder. ¿Quiénes son, verdaderamente, los adultos? ¿En qué modelos se asienta su ideología? ¿Cuáles son sus credos, sus más caros anhelos, sus sistemas axiológicos al uso? ¿Lo adulto es consecuencia avanzada de la niñez o, por el contrario, es deudora  permanente de la primera, subsidiaria de ella? ¿Acaso se trata de un modelo del comportamiento social que basa su escritura en la colonización de la libre subjetividad y en el endeudamiento feroz de la razón? ¿Es el antagonismo a la ingenuidad y la plusvalía de los paradigmas de racionalidad más rectos, los vectores u horizontes de cumplimiento en los que satisfacer ese rancio esquema del deber ser por sobre la vehemencia del ser mismo? ¿Qué hace segregar, en un acto de exclusión siniestro, esa cualidad avasalladora del polimorfo perverso respecto del principio de realidad endogámico que justifica la actuación de los llamados adultos?

A tenor de estas digresiones interrogativas he de advertir que muchas de las piezas de Michel Pérez Pollo, sustentan en su horizonte enfático un cuerpo de ideas cuyas dimensiones no se resisten ni se agotan en los procesos de re-semantización estética del universo infantil y sus atributos más externos, sino que amplifica sus relatos y su plataforma axiológica en los escenarios de una crítica ¿revisionista? de cierta perspectiva adulta, demasiado aferrada a los preceptos de un racionalismo extremo que se escuda en la claudicación deshonesta de los afectos. Muchas de sus obras enmascaran la acidez de sus planteamientos en medio de una nobleza cromática que se convierte en trampa para la recepción más mediocre. Esa que celebra el color como sinónimo de alegría o rinde culto a lo abyecto como asidero de transgresión. Nada hay de ingenuo en estas piezas. Por el contrario, abunda la insinuación pervertida, el grito sordo, la ansiedad sin límite, el desespero ante algo que un día se nos propuso como modelo y que hoy resulta el ataúd de toda libertad posible. Las obras son convertidas en textos, en narraciones que se tejen entre la ilusión de libertad y el principio de una realidad que se levanta como un muro, que se hace bofetada de la conciencia, escarnio del decoro, mueca de la sonrisa plena.

En virtud de estas conjeturas puede entonces que el interés mayor de estas obras no resida en ellas mismas, sino en el modo cómo éstas se relacionan e interrogan el sistema cultural que les circunda y que sirve de escenario a su proliferación de encadenadas alegorías. Se trata, por tanto, de imágenes (no importan demasiado el orden morfológico de las mismas), que logran penetrar en el inconsciente colectivo con gran profundidad al tiempo mismo que con gran simpleza narrativa. Puede que en algunos casos estas imágenes nos planteen una vuelta al pasado, asociada a cierta actitud lúdica muy propia entre los niños; sin embargo no es esa mirada retrospectiva (real o ficticia) lo que más importa en el caso de una obra como la que aquí se observa. Lo verdaderamente interesante es el modo cómo esos enunciados apuntan al orden e ideología orquestada por el mundo adulto, consiguiendo (des)esquematizar y (des)jerarquizar los sistemas ortodoxos de la razón y del comportamiento socialmente aceptado dentro de los esquemas operantes.

Creo que es ahí, y no donde algunos pretenden advertirlo, donde radica su destreza como artista, ya no como pintor, en la medida en que es capaz de disponer de un discurso en apariencia ingenuo para relatar el drama de una cultura y de una condición política que halla en la inmadurez de las formas su peregrinación más absurda. Acaso resulta accidental el hecho de que los sistemas autoritarios engendren la esclerosis de su propia ideología como resultado de su deterioro existencial. En modo alguno ello resulta un accidente del sistema mismo, sino una consecuencia sociológica que halla en el terreno de la especulación artística su contraparte y en el de la infancia su más anhelada caricatura.

Ello explica, en parte, es sensibilidad de la que participa la obra de el Pollo cuando sus divagaciones morfológicas y especulaciones con la paleta no desatienden jamás las repercusiones éticas, sociológicas y propiamente estéticas que resultan de su diálogo con los perfiles culturales más inmediatos. Su trayecto de polimorfo perverso queda como huella de un momento dentro del arte cubano que ya no agota sus recursos en la fragua el martirio o la contestación brabucona, sino en el deseo de hacer el arte mismo.

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